
Con su bordón calabaza incluida, su sombrero de ala ancha y oculto bajo su capa, aprovecha la sombra del pilote que protege el cable del pararrayos, para ocultarse de las miradas inoportunas y continuar con su triste y prolongado sino.

Tan singular efecto óptico suele pasar desapercibido porque se produce cuando la Basílica compostelana ya ha cerrado sus puertas y la afluencia de visitantes se limita a las terrazas de los establecimientos de hostelería de las proximidades.
Durante el día el peregrino desaparece.

Según cuenta una leyenda, la sombra pertenece a un sacerdote enamorado de una religiosa del convento de San Paio. Todas las noches se reunía con ella cruzando un pasadizo existente bajo la escalinata de la Quintana, que unía la Catedral al convento.

Después de algún tiempo el sacerdote propuso a la religiosa escaparse juntos para vivir su amor libremente. Se citaron al anochecer y el clérigo se disfrazó de peregrino para no llamar la atención. La esperó pacientemente, pero ella, nadie sabe por qué, no acudió a la cita. El nunca se ha resignado a la evidencia. Y desde entonces, al caer la noche, él sigue acudiendo puntualmente a la cita. Cada noche, todas las noches.
La plaza de A Quintana, es decir, de la redundancia, puesto que quintana no es otra cosa que plaza en galego, se divide en dos niveles que a lo largo de la historia han recibido dos nombres. La Quintana de Vivos, que es el nivel más alto, y la de Mortos, el más bajo y amplio.
Éste último fue durante siglos cementerio público, de ahí su nombre, y un cementerio con enterramientos de no demasiada calidad. En un documentado estudio sobre el urbanismo compostelano en la época barroca, el profesor Andrés Rosende recoge algunas descripciones sobre el estado de estas tumbas que dan bastante más miedo que el espectro del peregrino.
A Quintana también fue lugar de juicios inquisitoriales, los llamados actos de fe. Por tanto la triste sombra también podría tratarse de un quemado en la hoguera.
Del blog Meridianos.
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