Natanael,
te hablaré de las esperas. He visto esperar a la llanura durante el estío,
esperar un poco de lluvia. El polvo de los caminos se había hecho demasiado
liviano y cada soplo lo levantaba. No era ya ni siquiera un deseo; era una
aprensión. La tierra se rajaba de sequedad como para recibir más agua. Los
perfumes de las flores de la estepa se hacían casi intolerables. Bajo el sol
todo desfallecía, íbamos todas las tardes a descansar bajo la terraza, un poco
al resguardo del extraordinario resplandor del sol. Era la época en que los
árboles coniferos, cargados de polen, agitan fácilmente sus ramas para esparcir
a lo lejos su fecundación. El cielo estaba tormentoso y toda la naturaleza
esperaba. El instante era de una solemnidad demasiado agobiante, pues todos los
pájaros callaban. Ascendía de la tierra un soplo tan ardiente que se sentía
cómo todo desfallecía; el polen de las coniferas salía de las ramas como un
humo de oro. Luego empezó a llover.
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